El daño de la pistola

Autor: Edward Mack

El día en que encontramos la pistola hacía un calor sofocante. Era uno de esos días en los que no deseas hacer nada más que descansar a la sombra de un árbol o estar con los pies colgando a la orilla de un arroyo.

El día en que encontramos la pistola, mi madre estaba trabajando en la cocina con las luces apagadas y el ventilador encendido. Sabía que estábamos por el río, pero no le dio mucha importancia. En realidad no había ni un solo día en que Julio y yo no fuéramos al río.

Un día volvimos a casa completamente cubiertos de lodo, de la cabeza a los pies. Otro día, me caí de un árbol y volví con una brecha profunda que iba desde la cadera al hombro. Cada día, era una historia.

Y ese día, la pistola.

El río no era muy hondo. En casi todos los lugares se podía caminar tranquilamente sobre cantos rodados y no cubría más allá de los tobillos. En otros lugares, donde corría más despacio, el lecho era de lodo.

Encontrábamos todo de tipo de cosas en el río. En su mayoría, frascos y botellas: las turquesas de medicina, los estampados de licor. Había además tinteros y tarros de conservas, y montones y montones de latones y latas de refrescos. A veces, encontrábamos algo raro y diferente, como una pipa de arcilla, puntas de flechas o, en aquella ocasión, la pistola. Lo íbamos guardando todo en una fortaleza que habíamos construido en los árboles.

Era más fácil encontrar tesoros en las aguas poco profundas donde había los cantos, pero se solían romper. Aquellos eran nuestros cotos habituales de caza. Donde el lecho era de lodo, era más difícil encontrar tesoros, pero a menudo estaban intactos. Muchas veces teníamos que sumergir el hombro en el agua para sacar el tesoro que ya habíamos rozado con el pie. Otros teníamos que luchar para sacarlos del lodo. A veces, incluso teníamos que bucear.

El día en que encontramos la pistola caminábamos por uno de mis lugares favoritos, la parte más caudalosa y más salvaje, donde el río hacía un recodo y arrastraba la tierra debajo de las raíces de los arboles. Dos de estos árboles era tan grandes que al caerse, habían atravesado el río. Muchas cosas quedaban atrapadas en las ramas de los árboles y formaban una red. Me gustaba cruzar el río por esa parte y examinar las heces de animales que también pasaban por allí. Contemplaba las aguas que reflejaban el humor del tiempo y el cielo. Eran aguas profundas. Eran aguas inexploradas.  Eran aguas seductoras.

Estábamos cruzando el río por el tronco de arriba, cuando Julio dijo –¡Mira! –y señaló algo que brillaba en el lodo. Era un día inusualmente brillante y claro y podíamos ver hasta el fondo del río, lo que no solía ocurrir.

–Mira, allí –repitió–. ¿Qué es?

Me agaché encima del tronco.

–No sé. ¿Es metal?

–Me parece que sí. Al menos, una parte. Pero tiene también algo oscuro.

–Y una parte está enterrada.

–¿Lo intentamos?

Miré alrededor. No oí nada más que el susurro del río y el cuchicheo del bosque.

–Tendríamos que bucear.

–Sí. Nunca hemos cogido algo que estuviese tan hondo.

Julio empezó a quitarse la camiseta.

–¿Qué haces? –pregunté.

–Lo vi yo, así que yo lo saco. Además, soy el mayor. Y nado mejor que tú –dejó caer al final.

–Voy contigo.

–No. Quédate aquí para que te lo tire. Necesitaré las dos manos  para arrastrarme desde aquí.

Dejó la camiseta en el tronco. Se agarró a una rama y se metió en el agua hasta la cintura. Respiró profundamente, soltó la rama y se sumergió.

Julio era un buen nadador. Habíamos nadado juntos muchas veces y siempre me daba envidia ver cómo se movía en el agua como una nutria. Yo no era así; parecía más bien un perro. Me encantaba estar en el agua, pero solo podía nadar un rato y me agotaba enseguida. Siempre tenía que luchar por dejar fuera la nariz. Después salía del agua escuálido y exhausto, no como Julio que resplandecía pulcro y reluciente.

Dio una patada, luego dos y muchas más hasta que llegó lo que brillaba. Pero no salió a la superficie. Luchó por cogerlo; no lo soltaría. El cuerpo de Julio giró hasta que se fue río abajo. Todavía no lo soltaba.

Grité a Julio inútilmente.

En ese momento, sin entender por qué, pensé en las motosierras. Recordé una tarde en que mi padre estaba en el sótano afilando la suya. Trabajaba en silencio; el único ruido era el de la rejilla del filo mientras pasaba por las hojas. Después enhebró de nuevo la cadena en su pista y empezó a engrasarla.  Nunca antes había visto una pistola de verdad; como las motosierras, estaban fuera de mi alcance.

Julio consiguió finalmente arrancar aquello, pero todo se empañó en con una gran nube de lodo y lo perdí de vista.

Esperé cinco segundos. Diez. Debería haber salido a la superficie. La nube de lodo no se aclaró nada. Algo iba mal.

Entonces, enredado entre la red de ramas del tronco río abajo, noté que algo se movió; era su pie. Se agitaba en el aire como si llamara para pedir ayuda.

–¡Julio! –grité y me lancé a la orilla hasta el otro tronco.

Su pie había vuelto a desparecer y lo rebusqué frenéticamente por las ramas. Metí el brazo en el agua, buscando, esperando tocar algo vivo. Lo intenté otra vez, en otra lugar. Y otra. Nada.

Cuando colocó la motosierra, mi padre me dijo –No la toques. –Apretó los cierres de la caja y la puso en un estante alto–. Te puede matar. ¿Me oyes? O peor, cortarte un brazo. No quiero que la toques nunca. –Mi padre me advirtió sobre muchas cosas: clavos oxidados, alambre de espino, cuchillos sin filos… cosas agudas que clavaban y raspaban.

Finalmente toque algo suave y caliente. Él seguía luchando. Lo arrastré con toda mi fuerza y conseguí sacar el brazo del agua. Apretaba algo en su mano.

Y, por fin, emergió la cabeza; tosía y escupía. Extendió los brazos sobre una rama y descansó.

–Ya lo tengo –jadeó–. Mira, es una pistola.

–Me importa un bledo qué es, ¿estás bien?

–Sí. No puedo sentir las piernas.

–Ven. Te sacaré de ahí.

–No. Toma la pistola.

–¡A la mierda la pistola!

–Tómala.

La tomé. Era magnífica. Tenía un cilindro grabado con ciervos y una empuñadura suave y oscura. Pesaba mucho.

–¿No es bonita? –dijo Julio débilmente.

Tiré la pistola a la orilla y arranqué a Julio del agua. Lo apoyé en el tronco y se cayó en la orilla del río.

–¿Qué te pasó? –pregunté.

–No sé. Estaba luchando por sacar la pistola y, de repente, me encontré atrapado a la deriva. Hay una selva allí abajo. No sabía en qué dirección estaba la superficie. Apenas podía moverme. –Suspiró y, como si dijera un secreto, susurró– Tenía miedo.

–¿Y las piernas?

–Empiezo a sentirlas.

Julio comenzó a temblar.

–Vámonos a casa.

Cogí la pistola con una mano y con la otra sujeté a Julio. Mi casa estaba lejos y nos costó mucho caminar; tenía que ir de mala manera, medio llevándole y arrastrándole.  Mientras andábamos cojeando, pensaba en cuán inútil había sido el consejo de mi padre sobre las motosierras. La cara de Julio estaba pálida y no decía nada. Cuando finalmente llegamos, dejé la pistola en el porche y nos desplomamos dentro.

Julio estuvo todo la tarde en el hospital. Yo no sabía qué hacer mientras tanto. Me quedé en el patio esperándolo, cogiendo luciérnagas.

Más tarde, mi madre llegó para decirme que ya era hora de acostarme, pero no le respondí y tras mirarme se volvió a casa.

Finalmente llegó un coche. El motor se apagó, las luces murieron y las puertas se abrieron. Bajaron sus padres, pero no Julio. Solté las luciérnagas. De la puerta trasera asomó primero una muleta y después la otra, seguidas por Julio.

–¡Eh! –grité–. ¿Qué tal en el hospital? –y después le pregunté en un susurro– ¿Me robaste un bisturí?

–No –respondió.

–¿Al menos una aguja?

–No, nada.

–Yo sí hubiera robado algo para ti –le dije. Los padres de Julio le ayudaron hasta la puerta de la casa–. Te he estado esperando toda la noche.

Se dobló al verme. –Me he destrozado un nervio en la pierna, o eso es lo que han dicho los médicos.

–¿Y eso?

–Nunca se cura. –Me dio la espalda, pero antes de que desapareciera dentro de la oscuridad de la casa, me susurró –¿Todavía la tienes?

–Está en el porche, donde la dejamos.

–Bien.

Estaba pensado en nutrias a la mañana siguiente cuando me senté en el porche. La pistola no estaba. Corrí adentro y grité a mi madre.

–¿Dónde está? ¿Dónde está la pistola?

Estaba peleando patatas. –La tiré a la basura.

La tiró. Su bonito cilindro grabado con ciervos: casi podía sentir su empuñadura suave en la mano. Nunca volvería a sentirla. No había tocado la motosierra, pero no importaba: Julio nunca se curaría. Nunca nadaría igual que antes ni se movería igual que una nutria con patadas fuertes y despreocupadas. Me hundí en el suelo y abracé mis piernas. ¿Cómo podía mi madre ignorar lo que nos había costado encontrarla, lo que nos importaba? De repente, me di cuenta de que tampoco me acercaría el agua nunca más. Nunca más volvería a nuestro escondrijo en el bosque. ¡Que lo reclame la naturaleza salvaje! ¡Que engulla de nuevo las botellas y tesoros para que los encuentren otros niños en otros tiempos!

–¿Por qué? –me lamenté.

–No quiero esas cosas en casa –siguió mi madre–. Son peligrosas. Te podrías hacer daño.

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